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Amarás a tu madre por encima de todas las cosas
De Elaine Vilar Madruga
Para Cormac McCarthy
A veces se
despeja el cielo. Del gris mármol de las nubes sale un rayo de sol, una
cucaracha ínfima y luminosa que mira la podredumbre de los campos desde arriba.
Mamá encoge los ojos, pero llama a la niña, que vaya, sí, que la pequeña Anisha
camine sobre la podredumbre de los campos, un poco más lejos, que ande justo
hasta el sitio donde se extiende la alambrada de púas con el letrero de
juguete, ese que Anisha contempla siempre: el letrero con la imagen de la
calavera y los dos huesitos cruzados. Si Anisha supiera leer, no tendría
necesidad de preguntarle a Mamá por qué están rayadas las palabras en el
letrero ni quién ha violado la sonrisa de la calaverita; por qué el mundo está
dividido en dos pedazos, fuera de las alambrada de púas, dentro de la
alambrada. Aún Anisha no ha descubierto dónde es realmente afuera y dónde
adentro. Mamá no tiene tiempo de contestar las preguntas de la hija, pero
siempre advierte cuidado con las ratas, si vas hasta el borde, Anisha, mantente
alerta y no te entretengas demasiado frente a la calaverita, ni empieces a
buscar tesoros en la tierra, recuerda que hoy tendremos pocas horas de sol, muy
pocas, y la oscuridad atrae a los grupos de ratas con sus antorchas y también a
las bombas que caen desde el cielo. Lo repite diez veces. Mamá lo repite diez
veces mientras taladra a Anisha con la mirada como si quisiera descubrir si la
niña será obediente. Ser obediente es la manifestación más grande de amor hacia
Mamá, y Anisha lo sabe aunque lo olvide en ocasiones. Estarás atenta al
silbato, Anisha, Mamá vuelve a la carga, en cuanto lo escuches, retornarás
conmigo.
Promesas.
Obedecer a Mamá es demostrarle cuán grande es el amor que Anisha siente por
ella. De qué otra manera probarle a Mamá que es el centro del universo. Anisha
tiene diez años, o eso cree, eso le han dicho, hoy es un día de sol, la
cucarachas tontas y sus rayos de luz bañan la tierra, hoy no se avistan nubes
de hollín ni cae lluvia ácida, hoy mamá no se quejará como otras tantas veces,
hoy el peligro existe, por supuesto, ya que las ratas siguen vivas más allá del
letrero que marca el límite de su territorio. Las ratas acechan desde el otro
lado del mundo y saben que Mamá ha construido su refugio detrás de la alambrada
de púas. Mamá no es la única. Hay otras como ella. Otras madres y otros niños
detrás de otras alambradas de púas. El cielo es un colador de partículas
luminosas. Belleza. Un colador de partículas luminosas y no de bombas.
Mamá se sienta en
el portal, entre las maderas, entre los horcones medio destruidos y husmea el
aire, no siente el olor de las ratas, Anisha tiene permiso para correr hasta
los límites de su mundo, la libertad de las mañanas con sol dura realmente poco
y las precauciones de Mamá son eternas. Pero Anisha no piensa en eso, ni
siquiera en las ratas, ni en las bombas, ni estará alerta al silbato de Mamá,
ese que le avisa si hay riesgo o miedo. Con diez años, Anisha no cree en el
peligro. Para eso, para pensar en el peligro, están los ojos de Mamá que
observan el mundo desde el umbral de la casa, aunque la luz le haga daño,
aunque la luz la ciegue. Mamá disimula, intenta que Anisha jamás note su
debilidad.
A veces, entre
las yerbas podridas, entre el escarnio del mundo, se pueden encontrar tesoros.
Anisha, no recojas nada, ya tienes tus juguetes y tus cosas, qué más necesitas,
le recuerda Mamá, bien sabe que las ratas arrojan desechos radioactivos sobre
la alambrada de púas, con la esperanza de que Mamá y Anisha, u otras Mamás con
sus respectivas Anishas sientan el llamado de la tentación y se apropien de los
tesoros envenenados. El largo aburrimiento que se extiende con la paz es cada
vez mayor, crece en profundidad, en extensión, engorda, el largo aburrimiento
es una rata preñada que acecha desde el otro lado del universo. Anisha
identifica el peligro. Durante años, Mamá le ha advertido, pero aunque conoce
los riesgos, la maldita curiosidad es más fuerte en la niña, sabe que los ojos
de Mamá no son hábiles a la luz del día, los ojos de Mamá empequeñecen, se
hacen casi ciegos aunque ella finja y se sitúe justo en el umbral de la casa,
entre los horcones podridos. Mamá se esconde en la sombra como un recordatorio
a Anisha de que hay vigilancia sobre sus espaldas, de que pagará por todos los
pecados y horrores que cometa cuando cree que no la miran.
La niña sabe que,
una vez que las cucarachas de la luz se filtran entre las pesadas nubes, Mamá
pierde su capacidad de visión, su capacidad de alerta. Solo el inmenso amor que
le profesa a Anisha le permite dejarla libre allá fuera, cerca del otro mundo y
de las ratas. Al fin y al cabo hay pocos momentos de claridad y la hija, sí,
necesita del sol para no cubrirse de manchas; manchas de moho, manchas que
anuncian mutaciones, enfermedades de la piel, taras incurables. Mamá se ha
reunido con otras madres y ellas le han contado que sus hijos, sus niños, sus
más hermosas creaciones se han podrido en los sótanos, en lo más húmedo de sus
nidos, allá donde están bien y protegidos de las bombas, de las ratas y los
objetos radioactivos, allá donde el amor de la madres es cuna y abrazo. Pero
ningún amor es suficiente cuando llega el tiempo de crecer y han crecido, sí,
los hijos como tallos débiles, pequeños tullidos de piel quebrada como las
mariposas, con la palidez de los muertos. La ausencia de sol, de carreras, la
ausencia del aire de los campos, aunque sea un aire con cierta corrupción, los
ha enfermado. Mamá no quiere eso para Anisha. Mamá ama a Anisha y por eso le
permite que corra afuera cuando llegan las escasas horas de luz, que corra
lejos del alcance de su vista. Mamá permanece alerta, como si de un momento a
otro pudiera escuchar un grito de la hija, de esa hija que ha crecido pálida
pero no enferma de la piel, que aún tiene fuerzas para trotar sin que sus
huesos se rompan por el esfuerzo, sin que sus huesos sean porosos por dentro,
suaves como el tuétano en los cadáveres.
Anisha esquiva la
mirada difusa de Mamá. Corre. Camina. Y mira con atención entre la yerba, a la
espera de que aparezca algún tesoro, uno que al menos pueda ser contemplado por
un rato. En otras ocasiones ha encontrado verdaderos descubrimientos. Por
ejemplo, una muñeca del tiempo pasado, medio quemada, medio diluida por la
lluvia, solo plástico comido por la desfiguración. La muñeca aún era hermosa a
pesar de todo, tenía un ojo azul completamente intacto y Anisha quedó
maravillada ante su tesoro por largos minutos, hasta que escuchó el sonido del
silbato de Mamá y siguió adelante, sin atreverse a tocar nada. Por ejemplo, ha
encontrado cuerpos, es decir, momias, pedazos de carne y cabellos, esquirlas de
dientes, muy cerca de la alambrada de púas. Los muertos nunca han asustado a
Anisha, los ha visto demasiadas veces, por ellos siente solo un poco de nostalgia,
de pena. A cada rato, Anisha pensaba que aquellas tristes momias habían sido,
alguna vez, los antiguos dueños de la casa donde Mamá y ella se refugiaban.
Nunca le había preguntado a Mamá cómo ambas habían llegado allí, ni dónde
habían nacido, si siempre fueron solo ellas dos, si vivían en la casa cuando
comenzaron a caer las bombas del cielo y si ya existía entonces la alambrada de
púas. Aquellos muertos, aquellas momias, eran parte de la propiedad de Anisha y
Mamá, una herencia de algún tiempo del pasado que había quedado ahí, a solas,
en la tierra.
Hoy Anisha ha
encontrado otros secretos. La palabra secreto no es una coincidencia, la niña
la conoce bien, esconder información a Mamá no es tan simple porque ella es
observadora y siempre pregunta qué has visto, qué has encontrado. Para Anisha
no es tan sencillo mentir sin que se note un dejo de vergüenza en sus palabras,
pero el tiempo la ha convertido en hábil y, después de muchos intentos
fallidos, ya no le tiembla la voz cuando le responde a Mamá: caminé hasta la
calaverita, no toqué nada, pero ha crecido un arbusto del otro lado de la
alambrada, creo que tiene el tronco comido por los gusanos. Es entonces que
Mamá suspira de alivio, sus ojos se prenden en la oscuridad porque de nuevo ha
llegado la oscuridad, aún intenta leer la mentira en la voz de Anisha, pero ya
no es tan simple como antes. Seguro que no has encontrado nada nuevo, pregunta
una vez más. La niña repite la misma mentira, el arbusto, y eso le da una
oportunidad a Mamá para ser didáctica y enseñarle a la hija los peligros del
mundo que se extiende allá afuera, si viste el arbusto es que estabas bien
pegada a la alambrada, sabes que las ratas tienen buenos ojos y ven desde
lejos, sobre todo cuando sale el sol, malditas sean y asquerosas, por un
arbusto podrías perder la vida, Mamá te quiere, te cuida con su corazón y así
le pagas. Anisha baja la cabeza. Mamá tiene razón. Mamá la quiere, la cuida y
ella le paga de esa manera, inventándose un arbusto, escondiendo la verdad.
Anisha ha creado su propio mundo de secretos, un mundo que a Mamá no le
gustaría porque no tiene espacio dentro de él. A pesar del remordimiento,
Anisha no cede, se traga la vergüenza, no dice que ha hallado una mano fresca,
es decir, aquella no era la mano de una de las tantas momias que se habían
secado con el paso de los años, no era una curiosidad separada de un cuerpo, no
era el despojo de otra época. Lo que Anisha ha encontrado es un trozo
sanguinolento, sí, parecía casi vivo. Estaba de su lado de la alambrada. En
territorio de Mamá.
Por un segundo,
Anisha siente miedo. Sabe que Mamá no permitiría que las ratas rompieran la paz
establecida. Mamá no las dejaría cruzar la alambrada de púas. Pero también sabe
que las ratas son hábiles y mentirosas. En otras ocasiones han incursionado en
el mundo que, por derecho propio, es de la madre y de la hija, y no de ningún
intruso, ningún salvaje, ninguna rata perdida. Ahora que las bombas son cada
vez más escasas, ahora que en ocasiones puede verse un trozo de cielo, un rayo de
luz, algunas estrellas, se ha llegado a tiempos de una paz relativa, una paz
peligrosa, recuerda Mamá siempre didáctica, porque es cuando las ratas creen
que ha llegado de nuevo su momento, su instante de salir a la luz y reclamar el
mundo, para luego llenarlo una vez más con sus enfermedades, sus gritos, sus
escarnios. Las ratas no saben que el mundo ha cambiado para siempre y que Mamá
es la eterna vigilante. Junto a ella, hay otras madres que protegen a sus hijos
e hijas, y que dejarán el pellejo en las alambradas de púas con tal de no
retroceder.
Anisha siente el
impulso de correr a la casa y refugiarse en los brazos de Mamá. No sería tan
terrible contarle la verdad, abrir un hueco para ella en su mundo interior de
secretos y mentiras, pero Anisha no se atreve, no quiere entregarle todo a
Mamá, así que contempla la mano fresca con curiosidad, como cualquier niño de
diez años haría ante un descubrimiento semejante. Piensa, y es casi un alivio,
que tal vez Mamá la colocó ahí como un señuelo, como un cebo, para la hija
mentirosa, para la hija que le oculta los pensamientos. Anisha sabe que caer en
la tentación es un pecado, pero qué pecado existe si solo contempla la mano y
no hace nada, si solo la deja estar y secarse al sol, pronto será un trozo de
cuero, un pedazo de momia, como los otros muertos dignos de la propiedad.
Pronto ya no quedará rastro de la sangre.
No le contará
nada. Lo ha decidido. Si Mamá llegara a saber que hay ratas curiosas de este
lado de la alambrada de púas, los días de sol y libertad habrán terminado para
Anisha, probablemente por el resto de su vida. La niña no quiere sacrificar
tanto. Se esforzará por olvidar la mano, en borrar aquel recuerdo de su mente.
Unos segundos después se escuchará el sonido del silbato y Anisha correrá hasta
la casa, allí la espera Mamá, escondida entre las sombras de los horcones,
camuflada, con los ojos entrecerrados, medio ciega.
Mamá odia la luz
del sol, odia la luz del sol que la aparta de la hija. Por eso pregunta qué has
visto hoy, Anisha, la niña no duda y contesta de inmediato momias, cuerpos, una
quijada de los muertos viejos, de antes de las bombas. Ah, eso, muertos viejos,
algo más, inquiere Mamá entre los horcones. No, se extiende la mentira. Buena
chica, Anisha, entonces es hora de comer, susurra Mamá y abre la puerta de la
casa. La puerta de la casa gime, es vieja, se ha mantenido viva gracias a algún
milagro de resistencia. Vamos al sótano, pide Mamá, un poco menos cegata ahora
que el sol no le troza la vista, abajo es mejor.
Abajo y sin luz.
La mirada de Anisha no se acostumbra de inmediato, así que toma la mano de
Mamá, siente sus dedos fríos y largos contra la piel, la mano de Mamá no es
bonita pero es la mano de Mamá y Anisha está acostumbrada a aquellos
escalofríos que de alguna manera se cuelan por debajo de su carne, cree que es
la humedad del sótano. Mamá la guía con cuidado, Anisha es una cría débil, es
la hijita, la hijita querida, ambas descienden sin luz. Ahora es Anisha la
cegata, Mamá le habla en susurros, su voz contiene toda la belleza del mundo y
pronto Anisha olvida, esta vez de verdad, la mano sangrante, su pequeño
secreto, su pequeño hallazgo. Se concentra en la mirada de Mamá, su mirada
titilante y roja, dos puntos de luz que esplenden en la oscuridad húmeda del
sótano.
Comen en
silencio. Carne cruda. No han encendido fuego. No por ahora. Cuando llegue la
noche profunda, Mamá hará un sacrificio y dejará que el calor y la luz se
acerquen a Anisha. El sótano ya ha infestado los pulmones de la niña con los
hongos de la humedad, Mamá se lo ha contado a Anisha, ocurrió al principio de
todo, cuando Anisha era solo una recién nacida y Mamá no sabía cómo cuidarla.
Mamá se enredaba entre los llantos y el frío, el sótano le parecía el lugar más
acertado para esconder a su cría, a su cría pelona y moqueante. Mamá no era la
primera madre que tenía problemas para cuidar de su hija; otras habían perdido
a los niños, cuando eran aún muy pequeños, gracias a miles de detalles,
detalles insípidos pero importantes, que las madres pasaban por alto. Anisha
estuvo a punto de ser una de esas crías sacrificadas por la inexperiencia.
En aquellos
tiempos, Mamá se escondía de las ratas y de las bombas, la casa era todo su
refugio, la oscuridad del sótano era su altar, en la humedad se sentía a gusto.
Mamá tenía miedo. Anisha era muy pequeña, una cría que chillaba a gusto. Mamá
aún no había descubierto el método para ablandar el llanto. Creía que Anisha
estaría bien en el nido de la humedad, pero no fue así y Mamá sintió pánico
cuando el llanto se transformó en tos, y la tos en hipido. Anisha comenzó a
escupir moco, era una bola de excremento y podredumbre sobre la que Mamá se
arrastraba, intentando darle un poco de alivio. Cuando la olía, cuando lamía la
piel de Anisha con la esperanza de aliviarle la fiebre, sentía que comenzaban a
crecer los nidos de hongos en la carne de la cría. Cierto tufo a muerte se
colaba en la nariz hábil de Mamá. Fue entonces que hizo el mayor sacrificio. Se
extendió, a ciegas, fuera del sótano. Fuera del sótano y lo más alejada posible
de la oscuridad. Sin ojos, Mamá era solo una masa temblorosa de olfato y de
tacto. Subió a la casa, allá arriba llegaba un poco de luz varias horas al día,
hizo fuego, ese maldito fuego que la hacía retroceder en busca de la humedad.
Por amor a Anisha resistió en la claridad, cerca de la bola de moco y de
excremento en que Anisha se había convertido, hasta que el tufo de la muerte se
alejó de la cría y fue suplantado por un olor distinto. Aun así, Mamá no sentía
confianza y sí mucho miedo. Ciega, resistió. En el calor y la luz. Sin ojos
para cazar. Sin ojos para percibir la cercanía de las malditas ratas que
acechaban a las madres. Sin ojos mientras sentía cómo las caravanas de ratas
corrían más allá de la alambrada de púas.
Oscuridad. Aquel
maldito tiempo ya había acabado. Sobrevivía apenas en los recuerdos de Mamá,
esas memorias suyas de un mundo en que todo era más difícil para ella.
Carne cruda. Las
dos comen en silencio. Cuando Mamá mastica, se escucha un crujir, un goteo,
como si el alimento no le cupiera en la boca. Afuera, en el mundo de arriba,
silban algunas bombas, explotan en la oscuridad. Es mejor estar aquí, en el
nido, dice Mamá, repite aquello todas las noches como si fuera un himno,
estamos a salvo.
Luego abraza a
Anisha con cuidado. La niña escucha los latidos del corazón de Mamá, son más
lentos que los suyos. Anisha sabe que se acerca la hora de la caza. Mamá no la
deja acompañarla. No la deja porque el territorio de la caza está del otro lado
de la alambrada de púas y hay peligro ahí, peligro para las madres y sus crías.
No sería la primera vez que los hijos han sido arrebatados, no sería la primera
vez que una cazadora comete un error. En tiempos de hambre, de extrema
carestía, cosas así suceden todo el tiempo. Mamá no está dispuesta a
permitirlo, ni siquiera a correr el riesgo. Pero hay hambre y eso lo determina
todo: saldrá de caza.
Saldré de caza y
te quedarás aquí, tranquila, abajo y sin fuego hasta que llegue, le hace
prometer, como otras tantas veces, a Anisha.
La niña siente un
temblor, es miedo, y si acaso Mamá fuera atrapada, y si acaso las ratas la
hieren, y si acaso se quedara del otro lado, más allá de la alambrada de púas,
o la alcanzara la luz del sol, ahora nunca se sabe cuándo la luz del sol llega,
cuándo las nubes se convierten en un colador por el que entran esas cucarachas
luminosas, se pregunta. Anisha imagina a Mamá ciega, perdida en la tierra de
las ratas, atrapada, torturada por ellas, imagina la mano de Mamá, un señuelo
ensangrentado que Anisha podría encontrar de un momento a otro sobre la tierra.
Tiembla. Casi
parece fiebre. Los latidos del corazón de Anisha se disparan. Mamá le coloca la
mano en el pecho y dice lo mismo de siempre, ya sé que no quieres, tampoco a mí
me gusta estar lejos pero es necesario, no hay otra opción. Luego promete,
volveré, volveré, Anisha, tú solo obedéceme y no salgas del sótano hasta mi
regreso. Con estas palabras, la niña siente una paz breve, no surcada por las
bombas del presentimiento, y le parece que puede dormir.
Despierta en la
oscuridad. Mamá se ha ido. Le basta con extender las manos un poco y ascender
por la escalera para sentir las puertas del sótano. Nunca están cerradas. Mamá
tiene miedo de dejarla atrapada allá abajo, donde la humedad es perniciosa para
las crías, pero siempre le hace prometer lo mismo a Anisha, no subirás, no
subirás mientras yo esté afuera, no saldrás del sótano. Anisha no quiere ser
mala ni desobediente pero hay impulsos en ella, deseos de huida, deseos de
ascender y ver lo que sucede allá arriba cuando Mamá no se encuentra cerca, se
pregunta cuál es el secreto y la necesidad de saber escarba agujeros dentro de
su paciencia. Resiste. Lo intenta.
No puede.
Anisha levanta la
puerta del sótano y saca la cabeza. Asciende. Lentamente. Trata de no hacer ruido.
Detesta el ruido porque hiere los oídos de Mamá, oídos que son mucho más
hábiles que los de Anisha, donde la niña solo percibe un crujir, Mamá se queja
por la violencia del sonido. Así que la cría sube con cuidado, pero aun así la
madera la denuncia, la madera es rebelde, es testigo de Mamá y sabe de la
desobediencia de la hija, la madera gime y se queja, como si supiera que Mamá,
a lo lejos, será capaz de escuchar aquel lamento y retornará entonces a casa,
para detener el pecado de Anisha.
Las corrientes de
aire son frías. Se filtran y juegan con los cabellos de la niña. Ha llegado la
noche, o al menos algo parecido a la noche, Anisha nunca sabrá si es que el
cielo ha vuelto a cerrarse en sus propias capas de ceniza porque el tiempo
ahora ya no tiene sentido, hace mucho no tiene sentido, día y noche se suceden
por igual varias veces y es común despertar en las sombras, vivir, respirar en
las sombras. Anisha busca una ventana. Un soplo de viento la golpea en la cara.
Hollín. Otea la oscuridad con sus ojos poco hábiles, ojos de ciega, que pueden
acostumbrarse a las tinieblas pero no desbrozar sus profundidades, pupilas que
no brillan, que no viven rojos como los de Mamá. Al principio, la niña no ve
nada. No distingue la alambrada de púas, ni el mundo que existe a lo lejos, a
una carrera de distancia. Es la oscuridad del aburrimiento, nada de aventuras,
nada de pecado, nada de aquello que Mamá teme.
Anisha se
arrepiente de haberla desobedecido.
Es entonces que
ve. Más allá de las alambradas, se acercan unas luces. Anisha reconoce el
fuego. Brilla, pequeño, en veinte, treinta racimos diferentes. No es un
incendio. Son antorchas. La punzada del pánico se traba en las costillas de
Anisha. Son antorchas y son las ratas que se acercan a la alambrada. Cazan en grupo,
sí. Escalan. Saltan. Una manada de ratas ha cruzado a territorio de Mamá.
Si la hija
tuviera el silbato, soplaría fuerte, lanzaría al aire un sonido que viniera
desde la propia garganta de la oscuridad y que alertara a Mamá, la cazadora, de
la cercanía de aquellas ratas peligrosas. Pero no hay silbato. Mamá lo lleva
colgado al cuello y Anisha no se atreve a gritar, la voz se ha quedado atrapada
en algún lugar de su garganta. La niña solo se queda ahí, en la ventana,
mientras las ratas y sus luces cruzan. Las ratas no tienen ojos hábiles para
enfrentarse a la oscuridad, son cegatas, requieren del apoyo del fuego, parecen
animales débiles. Recorren la distancia entre la alambrada y la casa como si
conocieran bien el terreno o siguieran algún mapa, como si no fuera la primera
vez que incursionan en terreno prohibido.
Anisha retrocede.
Se esconde. Las primeras luces del fuego ya están demasiado cerca de su rostro.
Casi puede ver las caras de las ratas. Durante años las ha imaginado, sí, ha
visto en sus pesadillas los rostros de las ratas, bigotudas y dientonas,
capaces de roer al mundo si se les permitiera. En sus pesadillas, Anisha las ha
contemplado. Sabe que las ratas son altas y fuertes, que han engordado luego
del largo invierno de la guerra, luego de la larga oscuridad, y que se sienten
atraídas por el olor de la carne de madres y de hijos, de los pobres
refugiados, de los sobrevivientes que viven del lado bueno de la alambrada de
púas. Mamá le ha contado esos cuentos que en realidad no eran tales, sino
enseñanzas, con la esperanza de que Anisha supiera identificar el peligro. En
sus pesadillas, Anisha ha vivido este mismo escenario una y otra vez: ratas que
se apoderaban de la casa, ratas que la separaban de Mamá, ratas asesinas,
bigotudas y dientonas, que la arrastraban hacia otro mundo.
Las antorchas
están ahí. Anisha esconde la cabeza detrás de la madera podrida del dintel de
la ventana. Si tuviera valor, si se atreviera a observar por un segundo, sería
capaz de guardar en la memoria el rostro de sus enemigas. Pero el coraje no le
alcanza. Los diez años no le alcanzan para reunir fuerzas y enfrentarse a las
antorchas. Detrás del refugio en la madera, eso sí, escucha las voces, órdenes
de mando, y se sorprende al descubrir que las ratas hablan claramente, casi
como ella y Mamá, solo que con otro acento, sisean menos y arrastran más las
sílabas. Anisha incluso puede comprender, o cree que entiende, algunas
palabras, muy parecidas a las que ha escuchado en la propia boca de Mamá, como
por ejemplo niña y casa, más tarde capta algunas sílabas por aquí y por allá.
Son ratas inteligentes, imitan nuestro idioma, Anisha aclara su mente con lo
mejor que le queda de la lógica, comienza a dibujarse a aquellas ratas
bigotudas y dientonas de manera diferente, aunque todavía formen parte del
universo de sus pesadillas. Son únicamente malos sueños con antorchas que
iluminan la oscuridad y pueden decir niña, casa y ella. Y Eso.
Eso, Eso, Eso,
repiten todo el tiempo la misma palabra. Anisha descubre que, cuando hablan de
Eso se refieren a Mamá, que la buscan, que Mamá está en peligro.
Con cuidado,
Anisha se arrastra sobre la madera. Esta cruje, sí, pero las ratas también
hacen su propio ruido y no prestan demasiada atención mientras profanan el
umbral de la casa con sus pasos. Ya casi están adentro. Anisha intenta llegar a
la puerta del sótano. Quizás allá abajo pueda refugiarse en su nido de moho.
Esperará a que llegue Mamá con la carne nueva, rezumante de sangre. Esperará a
que Mamá la olfatee y luego le pregunte, qué has hecho, Anisha, y entonces, sí,
será preciso contarle toda la verdad, tendrá que decirle cómo encontró aquella
mano casi viva, recién arrancada del cuerpo, y cómo las ratas invadieron la
propiedad que es de Anisha y de Mamá, y cómo llamaban a Anisha, «la niña» y a
Mamá, «Eso».
Es entonces que
se hace el silencio. Las ratas dejan de emitir sus malditos ruidos sobre la
madera, incluso han parado de moverse. Anisha las imita. Por miedo. Si algo ha
detenido a las ratas, si algo las ha apartado de su objetivo y de su búsqueda,
ha de ser grande y temible. Quizás bombas. Quizás la lluvia ácida. O un desecho
radioactivo que algún dios de la oscuridad pudo lanzar entre las ratas ciegas,
necesitadas de luz, de fuego, de antorchas. Por un segundo, el silencio es tan
espeso como la sangre de las presas recién cazadas, descueradas, que Mamá trae
como cena.
Luego comienzan
los gritos.Gritos que no son tales. Órdenes. Las ratas aúllan. Algunas dicen «Eso,
Eso, Eso», una y otra vez, Anisha piensa que quizás sea un himno, una oración
de las ratas, pero es entonces que siente el gañir de Mamá, muy cerca, del otro
lado de la pared. Anisha identificaría el gañir de Mamá por encima de todas las
cosas, no es el que emplea para el regaño, no es el susurro cariñoso que arroja
sobre los cabellos de su cría. Anisha reconoce las diferencias y este gañido es
algo más profundo, cavernoso, como si Mamá lo hubiera sacado de las tripas, una
bola de excrementos y de pelos. Anisha siente cómo las uñas de Mamá se aferran
a la madera sin hacer demasiado ruido, a diferencia de las ratas, acuminadas
como enfermedades cargadas de chillidos, que develan su propia presencia sin
que Mamá tenga que esforzarse demasiado. Anisha imagina a las ratas,
temblorosas bajo la luz leve de esas antorchas que ya no podrán protegerlas,
porque Mamá ha llegado, porque Eso ha llegado y Eso no soporta que las ratas
escarben en el nido de su cría.
Después de los
gritos, se hace de nuevo el silencio.
Mamá sabe que
Anisha la espera acostada sobre el nido de moho. Ha sentido los olores de su
cría, allá arriba, cerca de la carnicería, cerca de los restos de sangre, de
los cuerpos que servirán como alimento para la segunda oleada de invierno que
ya se aproxima. Mamá lo siente en el aire: el olor del invierno y la presencia
de Anisha. Cómo no distinguiría a su cría. Sabe que ha salido. Que ha
desobedecido. Se pregunta cuántas veces antes habrá sucedido algo semejante. Se
pregunta qué habrá visto la cría curiosa, con sus ojos turbios, no preparados
para la oscuridad.
Mamá está
cubierta de rojo, de los pies a la cabeza. Desciende sin hacer ruido hasta
encontrar el nido que es también su señuelo para la caza. Sabe que las
criaturas del otro lado de la alambrada de púas buscan a Anisha, desean
tenerla, quieren recuperar a la cría que desde hace mucho le pertenece a Mamá
por derecho propio, por amor y porque ha sido ganada en la guerra. No obstante,
Mamá usa el olor de Anisha y su presencia para atraer a esas criaturas, a las
ciegas criaturas que necesitan antorchas y hacen tanto ruido, mientras Mamá
acecha desde la oscuridad, agazapada entre los hierbazales, a la espera del
momento preciso. Cierto que hay un riesgo en exponer a la cría, pero a las
puertas de otro invierno, ante la llegada de las cenizas, ningún riesgo es demasiado
grande. Otras madres lo han hecho. Mamá lo hace. Piensa en Anisha y en el
hambre de Anisha, y en cómo las criaturas que acaba de cazar alejarán el
espectro de la muerte.
Desciende sin
hacer ruido. Anisha está encogida sobre el nido. No llora. Finge que duerme.
Mamá husmea el aire y descubre que la cría está despierta, alerta, espera por
algún castigo que sería también enseñanza. El olor a miedo también se extiende
sobre Anisha, miedo a Mamá, miedo a Eso que cazaba allá afuera a las ratas de
las pesadillas. Mamá siente una punzada de dolor cuando percibe el temor de su
hija. Hoy no habrá enseñanza, hoy no la sacudirá, hoy no la alertará de los
peligros que se extienden más allá de la alambrada o de la importancia de
obedecer las órdenes de Mamá, hoy no le hablará a su cría de cómo la caza es
necesaria, de cómo la supervivencia es necesaria, de cómo las ratas merecen
morir para que Mamá y Anisha, y otras madres y otras Anishas, puedan sobrevivir
en el nuevo mundo.
Sin decir una
palabra, Mamá se tumba en el nido, y pasa sus dedos largos sobre los dedos
cortos de su cría, la abraza, huele su cabello, la sombra del olor del miedo
comienza a difuminarse. Mamá ha vuelto a ser Mamá y la sombra de Eso, la sombra
de Eso que caza en la oscuridad, pronto se convertirá en la pesadilla de una
niña de diez años. Mañana comerá de la carne y no hará preguntas. Mañana, si
vuelve a salir el sol, Mamá la dejará correr en libertad hasta los bordes de su
territorio, ahora que aún se puede y que Anisha es pequeña, una cría temblosa
envuelta en la membrana del sueño.
Mamá besa la
mejilla de Anisha y no hace preguntas.
Allá afuera, las
nubes grisáceas y las densas cortinas de hollín son penetradas por esquirlas de
luz, esquirlas de algún sol informe que aún sobrevive. Para Mamá y Anisha es de
noche y no hay antorchas.
En España, sus más recientes títulos son: Fragmentos de la tierra rota, Sportula, 2017, El hambre y la Bestia, Tres Inviernos, 2018 y la primera parte de la novela gráfica La última aurora: Cacería, también de Tres Inviernos, con dibujos de Gonzalo de Santiesteban. También ha formado parte de las antologías Mariposas del Oeste y otros relatos, Sportula, 2015; y en el 2018, su obra apareció en las publicaciones Ciudad nómada y otros relatos: antología de ciencia ficción contemporánea, Sportula, y Alucinadas IV, Palabaristas Press.
Avisos por contenido sensible: Mutilación, roedores.
Una maravilla, creo que es el relato que más me ha gustado hasta ahora.
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