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Recambio
de Isa Prospero
Prometió que mantendría el corazón, pero las
circunstancias cambiaron. De todas formas, no era más que superstición, todo
eso de que el corazón-es-dónde-habita-el-alma; no hacía falta ir al colegio
para saber que es el cerebro el que da las órdenes (si no fuera así, cualquiera
con un corazón bruñido sería un idiota que solo sabe gimotear o un robot sin
emociones y Jô conocía a gente que lo había hecho). Era igual que vender una
pierna o el hígado, solo que un poco más complicado por toda la sangre que
latía atravesándolo. Pero imposible explicarle eso a su madre.
Así que no lo hace; no se lo dice. Se limita
a salir de la caja de acero en la que viven sin decir palabra y, cuando ella le
grita:
—¿Dónde vas?
Él miente con fluidez:
—Al desguace.
—No te acerques a la frontera —responde ella
con la voz de alguien que espera ser desobedecida, pero está demasiado cansada
para hacer algo al respecto.
—No lo haré —Miente de nuevo.
Después sale por la puerta y se encuentra en
la favela. No es así como la llaman hoy en día ―la ciudad exterior, dicen en el telediario―,
pero antiguamente, según Marcos, su nombre era ese. Marcos estudió un tiempo,
antes de que los colegios cerraran del todo, y después volvía y le contaba a Jô
lo que había aprendido. Muchas cosas se le olvidaban, pero aquello se le quedó
grabado: que «favela» era una planta que se convirtió en el nombre para una
barriada, un arbusto espinoso con florecillas blancas que crecía en las colinas
en las que las personas comenzaron a construir chabolas. Aquello sorprendió a
Jô por dos motivos: primero, que algo feo pudiera recibir el nombre de algo
bonito, y segundo, porque él nunca había visto una flor y no lograba imaginar
una creciendo donde él vivía.
Aquí, cerca de donde corría el antiguo río
antes de ser cementado, no crecía nada en los retazos de tierra que había entre
las franjas de asfalto. No es que las cosas fueran mejor en otros sitios. Una
ciudad con nombre de santo; vaya chiste. Solo hacía falta pasar un poco de
tiempo en São Paulo para dejar de creer en Dios. En la iglesia, cuando su madre
lo arrastraba hasta allí, hablaban de recompensas, campos verdes y abundancia;
sin embargo, todo lo que él conocía eran cenizas, sangre y humo.
Y los curas decían que tenía que estar entero
para entrar en el Cielo. Otro chiste. Era fácil para los cabrones de los ricos
que compraban partes de gente como él, renovándose constantemente. Pero si la
única fuente de ingresos era tu cuerpo, no te quedaban muchas opciones.
El padre de Marcos tenía un empleo, así que
Marcos podía estudiar y estaba casi entero. Había recambiado su ojo cuando era
pequeño ―su
madre había enfermado y necesitaban el dinero― y un pulmón algunos años después ―crisis
del mercado; los precios subieron cuando un incendio destruyó las cosechas―. La
gente era reticente a vender sus miembros porque era demasiado obvio ―no
conseguirías un empleo decente si estabas completamente recambiado―, pero
les interesaban a los ricos, así que se vendían caros. Además, era mucho más
seguro cambiar un brazo o una pierna ―más fácil de instalar, menos opciones de
cagarla―. Los
órganos presentaban todo tipo de problemas con el tiempo, especialmente si te
buscabas un médico de los bajos fondos y no uno de verdad. Pero los médicos de
verdad se quedaban con un porcentaje tan alto que apenas valía la pena la
visita. Sus recambios eran mejores, pero Jô conocía sitios que conseguían
órganos más baratos de países lejanos, de forma que la parte del donante era
mayor.
Todos sus recambios habían tenido lugar así:
el brazo, la pierna, los pulmones, el riñón y los ojos. Su madre lloraba cada
vez, diciendo que nunca entraría en el Cielo, pero Marcos decía que eso era una
bobada. Si había un Dios, argumentaba, tenía que saber que la gente no tenía
elección. Si no, ¿de qué servía?
Jô le creía. No porque le importara
especialmente lo que ocurriría después de la muerte, sino porque confiaba en
Marcos para todo. Nunca había conocido a nadie más inteligente. Desde que eran
niños y vivían uno al lado del otro, Jô podía pasarse el día escuchándolo
hablar de cosas que no entendía completamente, explicar conceptos con dibujos y
letras en el polvo.
Era milagroso, la manera en que funcionaban
los dedos de Marcos: creadores de escenas y mundos enteros, delicados y
precisos. Una vez se enganchó la mano en chatarra y aulló al liberarla,
pensando que perdería los dedos; los otros chavales se rieron y le llamaron
niñita, pero Jô comenzó a llorar también. Sería una pena perder esos dedos.
Unos dedos bruñidos no dibujarían tan bien.
Aquella era otra cosa que su madre
desaprobaría: que esté enamorado de un chico. Tal vez lo desaprobaría aún más
que lo de vender su corazón. Y definitivamente no aprobaría el motivo por el
que lo iba a vender.
El pensamiento no ralentiza su paso mientras
recorre los estrechos callejones hacia su destino. La doctora vive cerca de la
frontera, próxima a la ciudad exterior que necesita vender y a la ciudad
interior que quiere comprar. Hay una verja allí, con una puerta ancha y
guardias con ametralladoras gigantes. Detrás de ella, la ciudad se yergue
infinita y vertiginosa, rascacielos grises arañando un cielo del mismo color.
La puerta está abierta durante el día, pero no consigues pasar si a ellos no
les gusta tu cara o tu color. Marcos solía tener que enseñar sus papeles para
pasar, demostrar que iba a trabajar.
Jô no se sorprendió, con aquella mente y
aquellas manos, pero qué desperdicio era ponerle a limpiar lavabos y suelos.
Pero a Marcos no le importaba: le había contratado una familia que vivía en un
apartamento privado con jardín.
Tienen árboles, le contaba a Jô por la noche,
árboles de verdad como en los antiguos bosques, aunque de especies que nunca
crecerían de manera natural aquí: las semillas las traían de partes diferentes
del país y se replantaban en casas particulares, explicaba, pero, aun así, era
increíble. El mismo aire es
diferente, decía, y hay olores que no creerías. Entonces trataba de definir
esos olores, haciendo reír a Jô porque «como el cielo cuando está azul» no
significaba nada.
—Ojalá hubiera vivido en aquella época —dijo
Marcos una noche, cuando estaban sentados en el techo de su chabola— Antes de
todo esto. —Le dio una palmada al brazo de metal de Jô, que reflejaba la luna—.
Todo aquello. —Apuntó al aire, a la noche, a la ciudad que se alargaba en la
distancia, millones de lucecitas en el interior de unas espirales oscuras.
Entonces se calló, los ojos perdidos en algún pensamiento triste, y Jô dijo:
—Háblame de las flores otra vez. —Y recibió
una sonrisa que hizo que la noche pareciera iluminarse.
No hace tanta luz ahora, a pesar de que el
sol cae sobre él sin compasión y se refleja en el acero a su alrededor. La casa
de la doctora es una caja como todas las demás, pero su olor es inconfundible,
una mezcla de sangre y antiséptico. No es una doctora de verdad, claro, no como
los enteros con sus diplomas; el mote es mitad burla, la forma en la que las
cosas funcionan por aquí. De vez en cuando la arrestan, para siempre acabar
soltándola, porque alguien debe hacer este trabajo.
Ella frunce el ceño cuando él entra, y
aprieta los labios. Una pausa incómoda tiene lugar, durante la que él piensa
que ella va a decir algo diferente, pero lo que sale es:
—Tu madre me ha dicho que no te opere.
—Da igual —dice Jô—. No lo sabrá si usted me
cose bien. —Se da un golpecito en el pecho.
La mujer levanta una ceja.
—Esto es delicado. Debes entender que hay una
probabilidad de que…
—Necesito volver a casa antes de cenar. ¿Podemos
hacerlo ahora? ¿Tiene un comprador?
Ella duda, después suspira.
—Siempre lo hay para un corazón.
Lo hacen allí mismo. Él no va a recordar
nada. Queda inconsciente por algo potente que ella consigue Dios sabe dónde y
se despierta unas horas más tarde sintiendo un dolor punzante en el pecho. Baja
la mirada a la cicatriz, una línea carmesí rabiosa. La doctora dice que el
dolor mejorará después de unos días. Él lo duda.
Pero nada más parece diferente. Es buena.
—¿Tiene algún traje por aquí? Tengo que pasar
al interior —dice él, la mano resbalándose con su propia sangre cuando se
incorpora. Lo tiene: un chico de su tamaño murió hace dos días, después de que
su pulmón bruñido se estropeara. Jô coge una camisa de manga larga que oculta
su brazo y pantalones que disfrazan su pierna. No puede hacer mucho con los
ojos, pero probablemente no lo paren por eso; hasta en la ciudad interior la
gente vende un ojo o dos.
Lo dejan pasar por la puerta y toma un tren,
cuatro paradas, con los ojos bajos, su mano carnosa aferrada al dinero dentro
del bolsillo del pantalón. Sale. Encuentra la tienda fácilmente ―quedaba
de camino al trabajo de Marcos y hablaba de ella todo el tiempo―, pero
se detiene antes de entrar. Es la primera vez que está en un lugar como este.
Es cierto que huele diferente, piensa.
Entonces el momento estalla. Lo pone nervioso
estar cerca de los enteros, que lo observan como si supieran de dónde viene y
echan un vistazo a los guardias en caso de que tengan que llamarlos para que
cojan a Jô. Él se limita a comprar lo que ha venido a buscar y se marcha.
Después regresa: las cuatro paradas, la puerta, entra en la ciudad exterior,
gira a la izquierda y camina, camina, camina. Las casas se dispersan y después
hay un trecho de tierra quemada llena de chatarra recuperable ―el
desguace― y al
otro lado, un muro de cemento con una puerta diferente. Más pequeña. Siempre
abierta.
Marcos juró que no estaba robando; sólo
quería ver cómo era la textura, parecía tan suave, tan diferente al metal. Pero
aprendió que las flores son frágiles. Un pétalo cayó. Le llamaron ladrón y le
dijeron que los ladrones no necesitan manos.
Lloró
durante días después de que se las llevaran.
Algunas semanas después parecía estar bien,
pero Jô podía ver la diferencia: sus sonrisas ya no le brillaban en los ojos, y
los ojos se perdían en la distancia. Jô le pedía que hablara de las cosas que
sabía, de las cosas que le gustaban, pero recordar los jardines solo le dejaba
más triste así que dejó de pedir, observando con impotencia cómo Marcos cada
vez estaba más silencioso, cómo aquella mirada lejana se volvía para dentro,
hacia algo que solo él podía ver. No podía conseguir un trabajo con aquellas
manos. Tendría que empezar a vender también.
No es culpa de la doctora, piensa al entrar.
Es buena en lo suyo. Las vidas aquí afuera son cortas.
La única placa es de acero, con su nombre
grabado, la primera palabra que Jô aprendió a leer, pedida en lugar de su
propio nombre; la solía dibujar en el polvo cuando se encontraba solo. La lee
ahora, murmurando los sonidos para sí como si fuera un rezo. En frente de la
placa, la única tumba con semejantes galas, deja una flor que costó un corazón.
Isa Prospero
Isa Prospero vive en São Paulo, desde donde traduce, corrige y colecciona libros.
Sus trabajos de ficción han aparecido en varias publicaciones brasileñas, incluyendo Trasgo, Mafagafo y Superinteressante, así como en la revista The Fantasist, Strange Horizons y en antologías internacionales.
Para leer más, visita su página web.
Avisos por contenido sensible: Mutilaciones, sangre, homofobia.
Recambio es un cuento hermoso. Cierto que las temáticas y la perspectiva desde donde las propone no son lo más auténtico del texto, pero -y sería fabuloso poder leerlo en portugués- sí lo es la manera en que está escrito. Incluso desde la traducción -quizás por la hermandad entre nuestras lenguas- me atrevo a decir que se conserva el tono opresivo y la descripción en apariencia fría de esa sociedad (intencionalmente demasiado parecida a la nuestra en lo injusto, lo discriminatorio, lo religioso... lo inconsciente). Me mantuvo desde el principio triste, aunque no preví el final, porque por el tono se espera que sea descorazonador (no por lo literal... sino por lo que subyace en la intención revelada solo en las últimas oraciones). Esta tensión es resultado, en gran medida de ir conducides por esa primera persona mutante a tercera solo en lo gramatical (vista subjetiva como de videojuego).
ResponderEliminarGracias por presentarme esta autora, le tengo mucha curiosidad. La buscaré porque me ha quitado el corazón a mí, también.
Aviso: ya he comentado pero no lo veo y me parafraseo... lo digo por si aparece muy similar dos veces 😏❤️🌻.
Mil gracias, Milena, por este comentario tan hermoso y atento. Qué alegría que te haya gustado el relato. Muchos besos para ti!
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